Hay
una famosa frase que dice algo así: “Si a los 20 años no eres de izquierdas, es
que no tienes corazón; si a los 40 sigues siéndolo, es que no tienes cerebro”.
A
mitad de camino entre ambas edades, quizás también entre el predominio del corazón
y el del cerebro, merece la pena replantearse la frase. ¿Será verdad que, a
medida que uno adquiere responsabilidades, va olvidando el deseo de cambiar el
mundo e insertándose más en el sistema que antaño consideraba injusto?
“Ya
somos todo aquello
contra
lo que luchamos a los 20 años”,
escribía
José Emilio Pacheco. El poema suena bien, encaja de forma perfecta con el
esquema conservador y derrotista tan difundido entre los intelectuales. De
alguna manera, sirve para calmarnos, para justificarnos, para hablar de la
izquierda como quien habla de las borracheras a los quince años, ese era yo,
tan bravo. Seguiremos quejándonos de la corrupción y de los partidos
conservadores, eso sí, pero parece que ya no vamos a ser ministros o
barrenderos, así que siempre a la distancia. Aunque si yo fuera…
Tú
eres, y ahora es cuando empieza la izquierda, a los 30 años. No antes, cuando
eras un muchacho sin muchas opciones, ni muchas intenciones tampoco, de incidir
realmente en el rumbo de las historias. A los 20, uno intenta explicarse el
mundo. A los 30, empieza a cambiarlo.
Y
el mundo no se cambia, de algo ha de servir la historia, a través de una
revolución violenta que decapita al anterior líder autoritario y coloca uno
nuevo. Para empezar, el mundo se cambia eliminando la violencia y el autoritarismo
como formas de enfrentamiento o solución de conflictos. Y, para ello, no hay
que esperar a ser miembro de un comité que decide sobre el uso de la guillotina
en el país; empecemos por tratar al compañero como a un compañero, y no como un
competidor; al estudiante como a un aliado, y no como un enemigo a quien
debemos someter; al jefe como a un aliado, y no como un enemigo a quien debemos
someternos.
¿Quieres
luchar contra la corrupción? Buenas noticias: está tan extendida a todos los
niveles que seguro vas a encontrar la oportunidad de enfrentarte. No será por
una comisión millonaria o por una cuenta en las islas Caimán, pero no creas que
tu misión es por ello menos importante: venderte por diez millones de euros, al
fin de cuentas, es más sencillo que venderte por (la posibilidad de) una
inclusión en una antología o (la posibilidad de) una invitación a un congreso.
Claro
que ahora estoy hablando del submundo que más conozco (el de los
profesores-poetas, por abreviar), para subir las ideas a lo concreto. Y es que,
en este contexto (muy dado, por cierto, al eslogan izquierdista), la falta de
honestidad es tan frecuente, y tan aceptada, que nadie se oculta por confesar,
por ejemplo, que “XYZ no es buen poeta, pero hay que incluirlo porque tiene
mucho poder”; o, peor todavía, “XYZ debe ser buen poeta, porque está incluido
en tantas antologías y congresos”. La banalidad del mal: cuando la corrupción
cotidiana se alimenta de la pereza mental.
La
izquierda comienza cuando uno tiene la posibilidad de aplicar sus principios en
la vida cotidiana. Ciertamente, en la vida cotidiana uno puede aplicar sus
principios en todo momento (¿es igualitaria y honesta la relación con la
pareja?, por ejemplo). Y, no menos cierto, los principios de los que
implícitamente estoy hablando no son (o no deberían ser) propiedad exclusiva de
la izquierda. Pero hoy quería hablar de la tradición a la que pertenezco, y del
momento que ahora vivo, de lo concreto. Y concluir, eso es todo, expresando
que, al fin de cuentas, el mundo es maravilloso porque podemos luchar para
cambiarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario